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El milagro.

Bajo el amparo de la noche, la ciudad enmudecía frente al sombrío reflejo de sí misma. Sus calles fractálicas, habitadas en aquellas horas casi únicamente por gatos pardos e idénticos —guiados despreocupadamente por sus instintos felinos—, se deformaban conforme iban distanciándose de su corazón, como un poema escrito por el hambre de reconocimiento. Si tan sólo pudiera comunicarse.. Si tuviese la capacidad de sincerarse con cada uno de sus habitantes, no hesitaría ni un instante en exponer el desprecio y la hipocresía que transitan por ella, la vergüenza e impotencia que corroen internamente sus cloacas; esas ansias por deshacer su existencia y renacer convertida en montaña. Seguramente hubiera podido conformarse con ser bosque como ya en su día fue, pero por el hecho de haber sido reconoce también la imposibilidad de dirigir con total exactitud su destino, eximiendo cada milímetro de su cuerpo de perecer por la influencia del mundo. Ni siquiera la decisión de su final le pertenecía.

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